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El tiempo de la peste
 
 
"Si, del mundo no nos caeremos. Ya que nos encontramos en él" Christian D. Grabbe: "Hannibal"[1835]
La pandemia se ha globalizado. Se produjo la chispa viral en China hacia fines de 2019 y se expande por el mundo con una velocidad de propagación, en ocasiones, superior a las propias habilidades para comprender sus causas. No se sabe ni se sabrá con seguridad la etiología del contagio, acaso haya sido consecuencia “natural” de un descuido “natural”. La humanidad, acrecentada en el siglo XXI por la revolución tecnológica, asiste con miedo y esperanza a la propagación del mal. Una peste que tiene un momento probable de nacimiento, pero que se desconoce su momento de caducidad y mejor aún, su control. Las ciencias, por ahora, carecen de vacuna.
 
Se arguye que la enfermedad viral no se encuentra en los libros de Medicina, aunque haya diversas contribuciones científicas con rasgos anticipatorios. Antes que se desencadenare la peste y sus consecuencias globales, otro malestar ya se encontraba instalado en el mundo. La desigualdad social y económica entre los seres humanos, que se consolidó para desgracia de los excluidos del reparto.
 
En toda la historia de la humanidad la desgracia de los individuos y grupos vulnerables y marginados constituye una patética constancia existencial. Si la fuerza de la ciudadanía de una comunidad determinada se midiese por en el bienestar de los menos afortunados o con mayores desventajas, el estado de malestar instituye una situación prevaleciente.
 
La prevención y el cuidado de la salud de las personas es un derecho fundamental, que encuentra detalle en la abrumadora mayoría de las “Constituciones” de los Estados de América del Sud o una conexión normativa para abrir su jerarquía con nivel semejante a dicha Ley fundamental. Sin embargo, la crisis generada por la peste global demuestra, que, en principio, “solo” los países “muy desarrollados” y hasta determinado punto, poseen infraestructura, conocimientos, personal profesional e instrumentos relativamente suficientes para enfrentar al “mal”. Siempre se supo: no bastan las normas. La calamidad desencadenada por la pandemia afecta al mundo entero, en globo.
 
Los conjurados para acabar con ella, quizás los gobernantes de cada país, no actúan globalmente. Cada gobierno de cada Estado instrumenta su propia política. Así, hay un modelo de Corea del Sur; un modelo alemán; un modelo chino; un modelo estadounidense; un modelo inglés; y, fatalmente, un modelo italiano y español. “Nuestra Italia amada”, hasta el correr de estas letras, no tiene ni vacunas ni letanías para detener el mayor número de personas fallecidas por el mal. El balance, cuando culmine la propagación de la peste, demostrará la debilidad, en unos casos y la fortaleza, en otros casos, de las políticas estatales en materia de salud, más allá de las suertes en la contaminación. Todavía no se pueden conjeturar los resultados; empero, por enésima vez, una plaga ha tomado por sorpresa a la humanidad entera y, sobre todo, a sus dirigentes políticos.
 
Un golpe sorpresivo que se ha visto favorecido en países como la Argentina, por ejemplo, dado que en el período 2015-2019, por obra de las personas que asomaron electoralmente en el poder ejecutivo, intentaron la pulverización del acceso y disfrute del derecho a la salud. Además, el malestar que ha inyectado la peste demuestra inequívocamente la cotización universal del derecho a la salud. Porque no corresponde decirlo: sin salud no hay existencia humana con dignidad. El mantenimiento y desarrollo de una humanidad con existencia saludable, hoy más que nunca, depende de la ciencia y, muy en especial de los profesionales, expertos y trabajadores de la salud en todas sus áreas.
 
La ciencia se desarrolla, con avances y retrocesos en el campo experimental y teórico, en base a proposiciones capitales que comprueba o rechaza, a veces en el mismo espacio y al mismo ritmo; a veces, contradictoriamente, también. En el tiempo de la peste global, cuya evitación y cura no se conoce con argumentos sustentables, todo pareciera indicar que las autoridades constitucionales de un Estado de Derecho deben asumir el juicio de los científicos y expertos de la salud, en las condiciones celebradas.
 
No hay ni debe existir espacio ni tiempo para la magia ni la mística. Nosotras y nosotros debemos como ciudadanas y ciudadanos obedecer a las autoridades constitucionales. Cumplir nuestro deber laico, aunque se intuya que el cumplimiento de las normas fuese un compromiso moral. Las Constituciones sudamericanas expresan en sus escrituras el “deber de no dañar al otro”, quiero decir, que las personas no se dañan entre ellas y los servidores públicos cumplan con sus deberes; el criterio básico e indisputable para ordenar las coexistencias en paz de cualquier comunidad. Casi todas esas Leyes fundamentales se orientan, también, hacia solidaridad en diversos grados y no solamente en la tutela de la individualidad; así, pues, a partir de la honra de la existencia con vida, se postula “ayudar a vivir” con determinado régimen de bienestar.
 
El “aislamiento obligatorio” de las individualidades personales configura la única herramienta para mitigar la propagación del mal. En América del Sud más de una tercera parte de las tareas económicas se desenvuelven en el marco de la informalidad. Hay una Mercado voraz, pero informal. Se desconoce el precio que para la economía, frágil y vulnerable de esas personas, ocasionará el aislamiento. El encerramiento que tiene un costo altísimo para los derechos fundamentales, significa el mejor horizonte posible, incluso sin saber su fecha de finalización.
 
La lección que surgirá de los tiempos de la peste será que no bastará con no hacerse daño y proteger el individualismo. Hay que guiarse por el conocimiento científico y ser solidario siempre que se pueda, en un marco de profundo e inmarcesible respeto al otro. Ese repertorio normativo, fundamental para las bases mínimas del desarrollo de la vida de nuestra especie, felizmente, descansa en la abrumadora mayoría de las Constituciones de América del Sud.
 
Sin solidaridad no hay campo para contener el daño de la peste. A menos de un lustro para que produjese la tan anunciada y “anárquica singularidad” que exhibiría a la inteligencia artificial en semejantes condiciones a la “inteligencia humana”, se corrobora, también, que el principio de incertidumbre sigue regiamente el gobierno y comando de la existencia de los seres humanos individuados en sus comunidades.
 
Quienes fatalmente (y en especial sus gobernantes) deberán comprender la importancia clave que poseen los estudios y opiniones de los expertos en el cuidado y planificación de la salud, un modelo determinante para devaluar o extirpar la injusta exclusión social.
 
En suma. No existe programa político-constitucional ni protocolo científico que pueda comprender las complejidades de la existencia humana en su vida real, hasta nuevo aviso…
 
 
 
 
Raúl Gustavo Ferreyra
 
 
 
Profesor titular de Derecho Constitucional Facultad de Derecho Universidad de Buenos Aires
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